viernes, 21 de octubre de 2022

DR. JOSEPH LISTER

Cuando el 10 de febrero de 1912 moría el cirujano Joseph Lister a los 84 años, dejaba tras de sí una drástica reducción en la mortalidad de los pacientes quirúrgicos por infecciones. 
Según sus propias estadísticas, de casi un 50% de los operados a sólo un 15%. Aunque otros pioneros trabajaban entonces sobre las mismas ideas, y aunque ciertos expertos han cuestionado las cifras de Lister, de algo no cabe duda: aquel médico británico ha pasado a la historia como el padre de la cirugía antiséptica. 
Hoy millones de personas le homenajean cada día sin saberlo al enjuagarse la boca con un colutorio nombrado en su honor, pese a que él no participó en su invención ni se benefició de ello.
Lister nació en Upton (Essex) el 5 de abril de 1827. Procedía de una familia de cuáqueros. Su padre era comerciante de vinos y poseía buenos conocimientos de física y matemáticas. También dedicaba tiempo a la realización de trabajos microscópicos y a la óptica; fue uno de los primeros constructores de lentes acromáticas. 
Estudió en Londres y en 1854 se formó como cirujano en Edimburgo, junto a Jarnes Syme, con cuya hija se casó. 
En esta ciudad se dedicó a varios trabajos de tipo anatómico, fisiológico y patológico. 
En 1860 marchó a Glasgow, donde reemplazó a Syme y desarrolló su labor más fecunda. 
Más tarde, en 1877, en Londres, fue nombrado profesor del King´s College.
En 1857 publicó el trabajo titulado Nuevo tratamiento de las fracturas abiertas y de los abcesos; observaciones sobre las causas de la supuración, que apenas tuvo resonancia entre los científicos. 
En 1867 presentó los resultados de un nuevo estudio sobre el tema ante la Asociación médica británica. Un año más tarde lo hacía en la Sociedad Médico-quirúrgica de Glasgow, y en 1869, lo utilizó para la lección de apertura de curso de su Universidad. Este material lo publicó en forma de libro en 1867 con el título On the Antiseptic Principle in the Practice of the Surgery.
Pronto el "listerismo" comenzó a tener adeptos en el continente (Thiersch, von Volkmann, Lucas-Championnière, Mikulicz, etc.); no obstante, no convenció a todos los cirujanos. 
R. Lawson Tait, de Birmingham, calificó a la antisepsia de «complicación inútil», aunque después acabó rindiéndose ante la evidencia. En otros países europeos sucedió algo parecido. En Viena, por ejemplo, donde la cirugía estaba muy desarrollada, algunos cirujanos no la aceptaron. Incluso Billroth la desechó en un principio. Sir James Paget y James Young Simpson fueron también adversarios.
Conociendo el valor de la estadística, Lister acumuló datos y cifras. 
En 1870 presentó resultados relativos a amputaciones. Antes del uso de la antisepsia la mortalidad era del 45 % y después descendió al 15 %. A partir de 1871 la tendencia a aplicar el método de Lister se generalizó con rapidez en todos los países. 
Se acepta normalmente en los manuales de historia de la medicina que Bottini lo utilizó por vez primera en Italia; Richard von Volkmann (1830-1889), Hagedorn, Bardelebar y Karl Thiersch (1822-1895) en Alemania; y que en 1869, Justo Lucas Champinnière (1843-1913), que había estado personalmente en Glasgow con Lister aprendiendo la técnica, la introdujo en Francia. En España se relaciona con Salvador Cardenal, Antonio Morales Pérez, Miguel Fargas, Nicolás Ferrer y Juan Aguilar y Lara.
Lister recibió toda clase de honores, homenajes y reconocimientos. 
En 1897 fue nombrado barón por la reina Victoria I, que había sido su paciente.
Su funeral se celebró en la Abadía de Westminster, donde se grabó su efigie junto a la de Hunter y Willis. El nombre de Lister ha quedado registrado para denominar a un género de microorganismos de la familia Corynebacteriaceae, orden Eubacteriales: Listeria. Está constituido por grampositivos cocoides o bacilares que se suelen encontrar en los animales inferiores en los que se produce una enfermedad septicémica o encefalomielítica en forma esporádica o epizoótica. Puede infectar al hombre al que le produce una enfermedad de vías respiratorias altas con linfadenitis y conjuntivitis, o una enfermedad septicémica, e incluso puede tomar una forma encefalítica. A veces se acompaña de monocitosis. Sólo hay una especie: la Listeria monocytogenes.
Entrar en un quirófano en 1865 era una apuesta a vida o muerte. La anestesia había dejado atrás los tiempos de los agónicos gritos de los pacientes, pero la gangrena, la septicemia y otras infecciones postoperatorias acababan llevándose a casi la mitad de los operados. El procedimiento habitual para ahuyentar las infecciones consistía en ventilar las salas del hospital con el fin de expulsar las miasmas, el “mal aire” que por entonces se creía que exhalaban las heridas y que contagiaba el mal a otros pacientes.


Más allá de este casi único hábito higiénico, los cirujanos de la época adoraban el “viejo y buen hedor de hospital”, como refleja Lindsey Fitzharris en su reciente libro The Butchering Art: Joseph Lister’s Quest to Transform the Grisly World of Victorian Medicine (Scientific American/Farrar, Straus and Giroux, 2017). 
Los médicos llegaban al quirófano con su ropa de calle y, sin siquiera lavarse las manos, se calzaban una bata cubierta de restos de sangre seca y pus a modo de galones en el uniforme.
Durante la intervención, los cirujanos utilizaban los ojales de la bata para colgar los hilos de sutura y así tenerlos a mano. El instrumental, si acaso, se limpiaba después de la operación, pero no antes. Si un bisturí caía al suelo, lo recogían y proseguían. Si en algún momento era preciso utilizar las dos manos, agarraban el bisturí con los dientes. En las zonas rurales no era raro que la intervención se cerrara aplicando en la herida un emplasto caliente de estiércol de vaca. Después, durante la ronda de planta, la sonda que se empleaba para drenar el pus de la herida de un paciente se aplicaba a continuación al de la siguiente cama.
Así, no era raro que incluso los propios cirujanos se resistieran a operar mientras no fuera absolutamente imprescindible. El problema de las infecciones era tan acuciante que llegó a hablarse de abolir la cirugía en los hospitales. Pero a Joseph Lister no le convencía la teoría de las miasmas; observando que la limpieza de las heridas a veces conseguía contener las infecciones, comenzó a sospechar que la raíz del problema no estaba en el aire, sino en la propia llaga.
En 1864, mientras ejercía como profesor de cirugía en la Universidad de Glasgow, Lister descubrió los trabajos de un químico francés llamado Louis Pasteur. Cuando leyó en Recherches sur la putrefaction que la fermentación se debía a los gérmenes, microbios invisibles al ojo, intuyó que la misma causa podía explicar las infecciones de las heridas.
Siguiendo las ideas de Pasteur, Lister buscó una sustancia química con la que aniquilar los gérmenes. Después de varias pruebas llegó al ácido carbólico (hoy llamado fenol), un compuesto extraído de la creosota que por entonces se empleaba para evitar la putrefacción de los durmientes de ferrocarril y la madera de los barcos, y que se aplicaba también a las aguas residuales de las ciudades. En 1865 y después de unos comienzos dudosos, por primera vez logró que la fractura abierta en la pierna de un niño atropellado por un carro cicatrizara sin infección.
A partir de entonces, Lister formuló un protocolo para esterilizar con soluciones de ácido carbólico el instrumental quirúrgico, las manos del cirujano, los apósitos y las heridas, e incluso diseñó un pulverizador para difundir la sustancia en el aire del quirófano, lo que no resultaba precisamente agradable. Pero los resultados compensaban la molestia, y en 1867 Lister pudo divulgar sus hallazgos y su método antiséptico en una serie de artículos en la revista The Lancet.
Sin embargo, la antisepsia de Lister no caló de inmediato. Muchos médicos se mofaban de aquella idea de los gérmenes invisibles flotando en el aire, tachándola de charlatanería opuesta a la ciencia. El editor de la revista Medical Record escribió: “es tan probable que en el próximo siglo seamos ridiculizados por nuestra creencia ciega en el poder de los gérmenes invisibles como nuestros antepasados lo fueron por su fe en que ciertas enfermedades estaban causadas por la influencia de los espíritus, los planetas y cosas por el estilo”.
Más de un siglo y medio después, los métodos y las sustancias han cambiado. Desde la perspectiva actual puede sorprender aquel uso tan generoso del corrosivo y tóxico fenol, que hoy se maneja en los laboratorios con especial cuidado. Pero de Lister hoy nos queda su revolucionaria idea que trazó la línea entre la cirugía antigua y la moderna. Y el Listerine.

*  Javier Yanes - OpenMind BBVA
* José L. Fresquet. Instituto de Historia de la Ciencia y Documentación (Universidad de Valencia - CSIC). Marzo, 1999. (Revisada en Julio de 2007).

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