Leo Kanner nació el 13 de junio de 1894 en Klekotow, un pequeño pueblo entonces en el Imperio Austrohúngaro y ahora parte de Ucrania. Su padre era rabino y en contra de los usos de la época, decidió que su hijo combinara una educación religiosa y una buena formación secular.
Leo inició sus estudios en la Universidad de Berlín pero tuvo que interrumpirlos al ser llamado a filas por el ejército austriaco. No debió tener una buena experiencia porque años más tarde declaró que jamás se volvería a poner un uniforme y de hecho se negaba a participar en cualquier acto académico si eso le obligaba a llevar la toga.
La vida es curiosa. Kanner quería ser poeta y empezó a escribir poesía a los diez años pero no fue capaz de conseguir un editor en Alemania en su juventud por lo que decidió, se supone que con la alegría de su padre, dedicarse a la medicina.
Licenciado ya como médico y trabajando de cardiólogo enseñó una técnica a un estudiante norteamericano de intercambio que le habló de las maravillas de los Estados Unidos y le convenció para emigrar. Eran los años de la República de Weimar, la hogaza de pan que en 1919 valía un marco, ese 1923 valía cien mil millones de marcos y Kanner aceptó la propuesta. En sus propias palabras “Poco podía imaginar que, si hubiera permanecido en Alemania habría perecido en el holocausto de Hitler unos años más tarde. Un caso claro de azar afortunado". Según él, ser un poeta sin libro le salvó la vida.
Al llegar a Estados Unidos en 1924 se puso a trabajar como médico asistente al mismo tiempo que estudiaba inglés, utilizando como herramienta de aprendizaje los crucigramas del New York Times.
Fue trabajando en distintos campos, llegando a publicar una monografía titulada “Folklore de los dientes” basada en sus clases a estudiantes de Odontología en Alemania pero fue especializándose en Psiquiatría.
Algunos de sus artículos sobre salud mental llamaron la atención de Adolph Meyer, el fundador de la Escuela de Psiquiatría de la Universidad Johns Hopkins, quien le invitó a incorporarse al grupo. Kanner trabajó allí el resto de su carrera.
En 1930 fue elegido para poner en marcha el primer servicio de psiquiatría infantil, fue fundador del primer departamento académico de psiquiatría infantil y en 1935 escribió el primer manual titulado precisamente “Psiquiatría infantil”, que fue un texto clave de la época. En este libro planteaba que era necesaria una descripción completa del niño dentro del contexto familiar y ambiental antes de empezar a sugerir diagnósticos e intervenciones. Contrasta tristemente con nuestra situación actual donde convertimos a cada niño en un elemento de una muestra, en un sujeto estadístico del que no tenemos ni queremos más referencias.
Kanner era peculiar. Publicó bastante (10 libros y unos 300 artículos) pero se negó a pedir proyectos de investigación, las famosas “grants”. De hecho tenía una frase que era “grunts for grants” (gruñir por becas). Lo hacía porque pensaba que intentar contentar a los evaluadores hacía que la ciencia se pervirtiera y las ideas se traicionaran. Toda la investigación que realizó partió de su experiencia clínica o de colaboraciones con compañeros. Hablaba seis idiomas, tenía una memoria prodigiosa y recordaba los nombres de pacientes y estudiantes muchos años después.
En 1943, Kanner publicó un trabajo donde se hablaba de un trastorno que algunos llamaron síndrome de Kanner y hoy denominamos autismo. Ese artículo titulado “Autistic Disturbances of Affective Contact” fue, junto al trabajo mucho menos difundido de Hans Asperger, la base del estudio moderno del autismo.
Según Rutter “el artículo era un modelo de claridad en su combinación de observaciones sistemáticas, cuidadosas y objetivas junto con una comprensión clínica profunda y la apreciación de los problemas personales que cada niño y su familia tenían que enfrentar… Casi todos los aspectos básicos incluidos en el artículo original han sido ampliamente confirmados por otros investigadores”.
En el artículo, Kanner presentó los casos de once muchachos y describió este trastorno como “la incapacidad innata de algunos niños para relacionarse con otras personas". También decía “con estos niños extremadamente distantes, debes darles la oportunidad de relacionarse con un número limitado de personas y entrar en el mundo, descongelarse”.
Kanner pensaba que algunas de las dificultades mentales de aquellos niños estaban causadas por unos progenitores que eran demasiado rígidos e inflexibles. Pensaba que esos niños eran el producto de unos padres que eran muy estructurados, racionales y fríos y que tras un matrimonio con pocas muestras de afecto, “se descongelaban lo suficiente para tener un hijo".
Tuvo el terrible error de estigmatizar inicialmente a los padres y usar esa terrible metáfora del frío emocional pues denominó por primera vez a los padres de niños con autismo como “refrigerados” pero pensaba que el autismo tenía diversas causas, tanto orgánicas como ambientales. Al final de su vida defendía que había sido mal interpretado y explicaba que hacer a los padres sentir culpables o responsables por el autismo de su hijo no solo era erróneo sino cruel y añadía un insulto al daño.
Parece que Kanner era excelente a la hora de hacer una descripción de las características clínicas pero cuando entraba en los factores etiológicos, el posible origen de un trastorno, se aventuraba en ideas que luego se demostraban falsas. Eso le hizo disminuir su reputación entre sus propios compañeros.
Otro tema muy polémico fue la relación que planteó entre el autismo y el estatus socioeconómico superior. Es decir, pensaba que el autismo era más frecuente en la clase alta y que esos niños que tenían un ambiente que incluía música clásica, cuentos, poesía, salmos y un alto nivel de estudios, recibían al mismo tiempo menos afecto por parte de sus padres.
Esa lucha entre el ambiente (especialmente de los padres) y las condiciones innatas impregna toda la Psiquiatría de esa época.
Kanner que tenía en su consulta un número alto de familias de buena posición económica, con los usos de los patricios de la Costa Este norteamericana es posible que tuviera una visión sesgada y debemos pensar que muchos de aquellos niños eran vistos solamente como “raros”, que no tenían nada en su aspecto ni en los primeros estudios de sus cerebros que pareciese anómalo y que había todavía un concepto muy psicogénico de muchos trastornos.
A lo largo de su larga vida profesional (más de treinta años dirigiendo el departamento) Kanner fue evolucionando y cambiando su parecer, dando más importancia al sustrato biológico del trastorno aunque siempre mantuvo un componente ambiental en el autismo. Eso hace que en la actualidad grupos distintos que defienden cosas opuestas se apoyen, unos y otros, en citas de Kanner.
Ahora lo vemos como algo terriblemente equivocado y no es justificable pero Kanner ayudó a poner nombre a un trastorno, a identificarlo, a atraer la atención de los pediatras y psiquiatras sobre esos síntomas, a que esos niños fueran, por primera vez, estudiados, diagnosticados y atendidos.
Kanner era también un hombre de virtudes. En palabras de Victor Sanua, Kanner se preocupó del maltrato que recibían los niños con una discapacidad intelectual. Manifestó sus dudas sobre una sociedad donde los dotados intelectualmente miraban a los deficientes como un objeto para sus manejos e intereses en vez de como seres humanos que reaccionan al afecto y a la hostilidad, a la aceptación y al rechazo, a la aprobación y al reproche, a la paciencia y a la irritación, igual que reaccionaría cualquier otro niño.
Kanner era un científico riguroso y, al mismo tiempo, un médico lleno de humanidad. Combinando ambas cosas, realizó un estudio de seguimiento de qué había pasado con las 166 pacientes con retraso mental que habían participado en un estudio previo.
Localizó a 102 que abogados “emprendedores” habían conseguido sacar de una institución, la Maryland State Training School para niñas deficientes y, tras el cobro de unos honorarios, las habían colocado como sirvientes sin pago, en un régimen de semiesclavitud por tanto, en familias ricas de Baltimore. De esas 102, solo 13 se habían adaptado de una manera mínimamente satisfactoria. El resto habían sido primero despedidas por su falta de adecuación y luego habían terminado en prostíbulos, cárceles o manicomios. Pudo identificar también que aquellas muchachas habían tenido 165 hijos de los cuales 18 habían muerto por abandono, 30 habían sido entregados a orfanatos y 108 mostraban síntomas claros de retraso mental.
A pesar de la dureza de estos datos que presentó en congresos de psiquiatras para apelar a la conciencia de la profesión, Kanner, que probablemente sabía lo que estaba pasando en la Alemania nazi, se enfrentó a los que defendían la eutanasia de estos casos con la excusa de un beneficio para la sociedad:
“Intentemos recordar una sola vez en la historia de la Humanidad donde un débil mental o un grupo haya sido responsable del retraso o la persecución de la esencia humana. Aquellos que hicieron encarcelar a Galileo no eran débiles mentales. Aquellos que instauraron la Inquisición no eran discapacitados cerebrales. Las grandes catástrofes causadas por el hombre, las carnicerías y los desastres masivos no fueron empezados por idiotas, imbéciles, morones o “borderlines”. Ese hombre, Schiklgruber [el apellido original de la familia Hitler] cuyo C.I. no está probablemente por debajo de la media, ha traído en pocos años infinitamente más calamidad y sufrimiento a este mundo que todos los innumerables discapacitados mentales de todos los países y todas las generaciones juntos”.
Kanner se sumó a otros buenas causas. Ayudó a los médicos que huían de la II Guerra Mundial y buscaban refugio en los Estados Unidos. Les ayudaba a asentarse en el país y a establecerse. También recaudó dinero para el gobierno republicano en la Guerra Civil española y debido a ello tuvo el dudoso honor de formar parte de las listas negras del Senador McCarthy. Por último, se preocupó de intentar mantener un modelo de Medicina y de médico que al final de su vida ya estaba desapareciendo. Éstas son sus palabras al final de su vida cuando se le preguntó sobre la situación actual y futura de la Psiquiatría infantil:
"El trabajo de un psiquiatra infantil es ayudar a los niños que lo necesitan. Su tarea principal no es probar o rechazar esta o aquella teoría. Hay demasiada psiquiatría infantil centrada en el método en vez de centrada en el paciente. Me pongo nervioso cuando me hablan de que hay varios “enfoques” o “aproximaciones”. No nos aproximamos a un niño, es él el que se aproxima a nosotros con sus problemas específicos y su necesidad de ayuda. Soy consciente del desdén con el que se trata la idea del sentido común por alguno de los seguidores más obsesivos de las así llamadas aproximaciones. Recuerdo una vez que en la discusión de una charla que di a un grupo de matronas ultrasofisticadas una dama me preguntó indignada ¿Quiere decir que debemos ir de vuelta al sentido común? No señora, le contesté, quiero decir, que debemos avanzar hacia el sentido común, informado y comprobado".
"El progreso de la Psiquiatría infantil depende en gran medida del progreso de todas las esferas de la sociedad. Debe su propia existencia a los avances en las actitudes del hombre hacia sus conciudadanos en los últimos dos siglos. Simpatía y empatía son –y deberían ser- los motivos principales de los médicos y sus colaboradores. Debería reforzarse más en la educación de aquellos que desean entrar en la profesión. ¿De qué nos vale dar doctrina en clases más o menos solemnes o presentar las teorías más modernas y los clichés habituales en seminarios para que luego lo repitan como loros en exámenes si no prende la calidez de la compasión y la simpatía?".
"El estudio de la historia natural del desarrollo humano, sus desviaciones y tratamiento es una ciencia ramificada, objetiva, pluralista, relativista, y que cree que el mundo irá a mejor. En su estado actual, y confiemos que en el futuro, este estudio será lo que yo llamo una ciencia remojada en la leche de la amabilidad humana".
Leo Kanner continuó como Director de Psiquiatría Infantil en Johns Hopkins hasta su jubilación en 1959, aunque permaneció activo hasta su muerte a los 87 años, el 4 de abril de 1981. Le sobreviven su esposa, June Lewin, y un hijo, el Dr. Albert Kanner, oftalmólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Wisconsin.
* José Ramón Alonso - Junio 2012
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